miércoles, noviembre 20, 2024

Cuando trabajaba en temas de turismo urbano tuve que acercarme al marketing y a su relación evidente con la imagen de la ciudad. Entonces me interesaba bastante la planificación estratégica porque la veía como una nueva forma de abordar el planeamiento que se adaptaba muy bien a una visión más empresarial del urbanismo. Actualmente sólo me siguen interesando algunos de los métodos que utiliza pero me he alejado bastante, tanto de los fines que persigue, como la ideología implícita en sus presupuestos. Pero resulta que una de mis alumnas ha decidido realizar su trabajo fin de grado sobre los símbolos urbanos de Madrid, lo que me ha devuelto el interés por un tema que está en los mismos cimientos de una de las cuestiones que ahora más me preocupan: la vuelta a lo local. Y lo está, porque es parte de los procesos de creación de identidades urbanas, fundamentales en la reconsideración de las relaciones entre lo local y lo global desde la nueva visión que aportan los problemas a los que nos enfrentamos en el siglo XXI. Así que he decidido recuperar mis querencias empresariales (que las tuve) y escribir este artículo en unos momentos en los que parece que todo se confunde.

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Marca ciudad, city marketing, imagen urbana, urban branding, muchas denominaciones para la misma cosa: asociar el nombre de una ciudad a algún “objeto de deseo” lo más global posible (para abarcar más, claro). Al principio, según la teoría del marketing urbano, este “objeto de deseo” podía ser casi cualquier cosa ya que, con la adecuada campaña de venta, no importaba el objeto, lo que importaba era la calidad de la campaña. Luego se vio que las cosas no eran tan sencillas. Y que, por desgracia para los creativos publicitarios que pretendían aplicar las mismas recetas a la venta de una ciudad que a la venta de un coche, resultaba que ambas cosas se comportaban de forma distinta. El problema básico, como veremos más adelante, es que una empresa y una ciudad no tienen los mismos objetivos. Es decir, no fueron creadas para cumplir funciones ni tan siquiera parecidas. Por su gran complejidad, y por la necesidad de explicar sus connotaciones ideológicas, no pretendo meterme ahora a fondo en esta cuestión en la que trabajé un tiempo, sino solo acercarme al mundo de la imagen urbana y la marca en relación con sus implicaciones identitarias.

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Pero como el concepto de identidad que he manejado en el blog difiere de lo que se entiende por identidad (en relación a la imagen y a la marca) en teoría del marketing, es necesario precisar algunos conceptos. Podíamos decir que, desde una visión empresarial, la identidad es la realidad, lo que son determinados productos o servicios, en nuestro caso una ciudad o un territorio, mientras que la imagen es la forma en la que los demás la perciben. La marca no es nada más que un elemento diferencial, un valor añadido al producto, que puede asociarse a una imagen. Dice Vanella que “un bien que no tiene marca carece de identidad y puede ser sustituido por cualquier otro producto similar” (en Tinto, 2008). Ya puede comprenderse que ningún bien carece de identidad tal y como lo hemos entendido en otros artículos, pero desde el punto de vista del marketing esta aseveración tiene su razón de ser ya que sin marca no se aporta valor añadido, y la marca se basa en un hecho diferencial. Por tanto existe identidad en tanto que existe una imagen que permite apreciar esta diferencia. Lo más importante es que la imagen no tiene porque coincidir con la realidad, es decir con la identidad.

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Los tres elementos están pues íntimamente relacionados. Sin embargo, esta relación se produce porque el elemento a vender hay que visualizarlo desde el exterior. Es decir, la imagen, el mensaje, la marca, se dirigen a los potenciales clientes. Y en el caso de una ciudad estos potenciales clientes suelen ser el resto del mundo o determinadas poblaciones. Las dificultades empiezan cuando nos percatamos que una ciudad es algo más que un bien a vender. Una ciudad es un lugar habitado. Los ciudadanos forman parte de la ciudad y, en principio, una ciudad no se crea como un producto industrial destinado a la venta. Se crea para procurar un lugar de relación entre sus habitantes. Y, por tanto, la base de la que partimos, la identidad, es algo más que el concepto que maneja el marketing. La identidad, en urbanismo, se relaciona directamente con el sentido de pertenencia de un grupo a un lugar físico concreto. Ya he hablado en otros sitios del blog de los marcos de la memoria de Halbwachs y como esos marcos se pueden entender también como la relación entre los grupos y los lugares.

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Ya empezamos a ver que las cosas no son tan sencillas porque la identidad de la que habla el marketing en diferente de la identidad de un grupo relacionado con un lugar físico. La identidad del marketing es la identidad tal y como la perciben los demás y, desde este punto de vista, existe si existe una marca (que, frecuentemente, se relaciona con un símbolo o con una idea, luego volveremos sobre ello) y a esto es a lo que se refiere Vanella. Pero el sentido de pertenencia a un grupo tiene que ver con la percepción de los elementos del propio grupo, y la identidad existe en tanto que existe esta sensación de pertenencia. Por tanto, el hecho diferencial en este segundo caso, está relacionado más con elementos internos que con percepciones externas al grupo. Las dificultades aumentan cuando se comprende que las sensaciones propias del grupo se condicionan también por la imagen que del grupo tienen los demás, los otros, las personas ajenas al mismo. Los vallecanos (habitantes de un barrio de Madrid) crean lazos comunes derivados de compartir un mismo territorio y ello crea elementos identitarios relacionados con un lugar físico, pero parte de esta identidad viene condicionada por cómo se ve el barrio por el resto de madrileños.

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Antes de existir el marketing urbano o territorial y las marcas ya existían estereotipos. Un estereotipo no es más que un mapa cognitivo simplificado de la realidad (“a los catalanes solo les importa el dinero”, “los bilbaínos se creen los mejores”, “los madrileños son unos chulos”) que utilizamos por comodidad y simplicidad de medios. Según Josep Chias, los estereotipos son “pseudo-imágenes basadas en diferencias culturales o sociales y en el desconocimiento del acto, hecho u objeto correcto o concreto”. Serían una especie de marca, la representación del elemento diferencial y característico, que crearía una identidad externa y que no necesariamente se correspondería con la realidad. Estas creencias arraigadas en el sentimiento del “otro”, del que no pertenece al grupo, del que lo ve desde afuera, actuarían como un componente más en la creación de la identidad de ese grupo. El marketing entiende que, mediante los medios de comunicación, puede crearse o manipularse esta visión externa del hecho diferencial. Los puristas entienden que esta manipulación solo se puede hacer hasta cierto punto y con determinadas condiciones.

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Además resulta que la aplicación del branding a las ciudades presenta numerosas “anomalías”. Assumpció Huertas señala tres. La dificultad de crear una única marca cuando resulta que una ciudad (o un territorio) se dirige a numerosos sectores distintos, desde inversores a turistas o a estudiantes, por ejemplo. Otro problema es que ciudades diferentes pretendan identificarse con el mismo “objeto de deseo” (París ciudad de Congresos, Madrid ciudad de Congresos). Y, en tercer lugar, la tremenda dispersión existente entre instituciones que proponen distintos “objetos de deseo” asociados al mismo lugar. En un artículo de Sáenz, Mediado y Elizagarate sobre la “Creación de desarrollo de la marca ciudad”, donde se analizan los registros de marca de las diferentes ciudades españolas, puede verse como Zaragoza tiene registradas en la OEPM hasta 22 marcas distintas que van desde “Zaragoza Blue”, hasta “Zaragoza Family”, pasando por “Zaragoza Choco Tour” (literal). El Ayuntamiento de A Coruña tiene registradas 14, o Madrid 11 (desde “Madrid excelente” hasta “Madrid, hostil contra la droga”).

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No me quiero detener ahora, además, en señalar otros problemas añadidos como la variabilidad del propio objeto ciudad a lo largo del tiempo. Por ejemplo, Detroit, en pocos años, ha pasado de ser “la ciudad del automóvil” a “esta ciudad es una ruina”. Esto ha hecho que muchos autores se cuestionen la posibilidad de aplicar el sistema de marcas a ciudades o territorios. En el artículo de Huertas se puede encontrar bastante bibliografía, tanto a favor como en contra. Dejando a un lado las posturas teóricas, la realidad es que este tipo de marcas existen. La marcas ciudad (o país) son hechos consolidados. Y en España todavía más, después del éxito del “modelo Barcelona” debido, en parte, a su consideración de la ciudad como una multinacional. De todas formas, respecto al «modelo Barcelona» y a lo que representa, y antes de opinar, recomendaría leer los trabajos de Horacio Capel sobre El Modelo Barcelona (Ediciones del Serbal, 2005) o el trabajo de Montaner, Álvarez y Muxí Archivo crítico, modelo Barcelona, 1973-2004 (Ayto. Barcelona, 2012). También el artículo de Sutton en Geocrítica titulado “Barcelona y el city branding: la ciudad como una corporación” (2013) o el libro de Manuel Delgado tituladoLa ciudad mentirosa: fraude y miseria del modelo Barcelona (La Catarata, 2007).

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El caso es que ya llevo tres folios y todavía no he escrito nada sobre el tema de la imagen y sus relaciones con la marca y la identidad. Aquellos que me conocen ya saben que cuando empiezo a escribir (o a hablar) se sabe como empiezo pero no en qué acabará todo. El caso es que se trata de una cuestión compleja, con muchas derivaciones y difícil de abordar en un artículo de un blog. Pero voy a intentar plantear ahora la cuestión de la imagen. En el trabajo de Chias al que me he referido anteriormente se dice que la imagen “es la representación mental, el conjunto de impresiones o incluso los valores, que la gente relaciona o asocia a un determinado sujeto (entidad, organización, empresa). Esta imagen influye en el grado de preferencia del público por el sujeto y por lo tanto en el comportamiento de compra sobre lo que éste ofrece al mercado”. Esta visión, básicamente empresarial, de lo que es una imagen desde el punto de vista la venta de un producto, se opone frontalmente en el caso de la ciudad, a lo que entienden autores clásicos del urbanismo tales como Rossi, Sicca o Lynch.

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Casi todos los autores que se ocupan de la imagen urbana distinguen entre dos grandes grupos de “cosas” que se perciben. Por una parte, lo que Bailly llama los elementos constantes (que otros identifican con el tejido o con la áreas de residencia), y por otra los elementos singulares(primarios para Rossi o emergencias para Quaroni). Los elementos singulares, que son los que nos sirven para orientarnos en la ciudad, se producen a varios niveles: hay elementos singulares de ciudad, de distrito, de barrio, incluso de manzana. Los de ciudad serían aquellos conocidos por todos y que permitirían entender la ciudad globalmente, mientras que, por ejemplo, los de barrio o de distrito sólo serían bien conocidos por los habitantes de ese barrio o distrito o por otras personas que los usaran frecuentemente como los que trabajan o reciben enseñanza en ese sitio. Son los que Lynch llama hitos o nodos (incluso bordes y sendas podrían asimilarse) y que nos permiten orientarnos a diferentes niveles.

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Si se considera a la ciudad globalmente, es decir, si se atiende a las referencias de primer orden su elección suele ser bastante clara y parecen coincidir la mayor parte de los habitantes. Probablemente sobrepasen la categoría de “banderas de orientación” para adquirir la de símbolos. En algunos casos, por tanto, determinados elementos de primer orden, que destacan entre los destacados por tener una configuración física fuerte y nítida, si se mantienen por tiempo suficiente llegan a adquirir el “status” de verdaderos símbolos con los que puede llegar a identificarse toda una ciudad. Forman parte de esa imagen global de la misma que, muchas veces no responde a su visión de conjunto, ni a su verdadera silueta recortada en el cielo (skyline), sino a una representación ideal. Generalmente se trata de objetos visibles desde muchas posiciones y su misión no es la de servir de orientación aunque sí se pueden considerar como elementos representativos.

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Veamos lo que dice Kevin Lynch respecto a Boston: “Pocas personas tenían un sentido preciso de dónde estaban esos mojones distantes y de cómo abrirse camino hasta la base de uno u otro edificio. De hecho, la mayor parte de los mojones distantes de Boston eran “sin fondo”, esto es, daban la impresión peculiar de estar flotando. Tanto el John Hancock Building como la Custom House y la Court House son elementos dominantes en el panorama general de la ciudad, pero la ubicación e identidad de sus bases no es de ningún modo tan significativa como la de sus partes superiores”. De las grandes ciudades actuales es difícil tener una imagen global. En la mayor parte de los casos esta imagen global ha sido sustituida por un símbolo o un conjunto de tópicos. Sin embargo, en las ciudades pequeñas y en algunas de tamaño medio todavía es posible una identificación directa de las mismas por su silueta que, incluso, puede convertirse en simbólica. En cualquier caso, estos símbolos o conjunto de tópicos son básicos (tanto desde el barrio o el distrito como de la ciudad) para que los ciudadanos se identifiquen con ellos.

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Existe, por tanto, una identificación interna que relaciona a un grupo de ciudadanos con determinados elementos que no necesariamente forman parte de su identificación externa. Esto es importante porque en muchos casos los símbolos internos, generalmente imágenes, se corresponden con lenguajes formales surgidos en culturas específicas de ámbito territorial reducido. El problema es que, cuando los creativos publicitarios han intentado convertir estas imágenes basadas en formas concretas correspondientes a una cultura local (irónicamente, conteniendo un hecho diferencial indudable) en una imagen de marca comprensible universalmente se han encontrado con que en muchos casos resultaban incomprensibles. Y lo primero que se les ha ocurrido es “traducir” estas formas locales a un lenguaje formal menos local. Es decir, descontextualizarlas. A veces se ha hecho bien y el resultado ha sido un éxito, pero en otras se han cometido verdaderos atentados a las identidades de los grupos, bien por cortedad creativa (no todos los creativos son buenos profesionales) o por imposibilidad de traducir determinadas formas concretas sin equivalente posible.

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Nos encontramos por tanto que, a veces, las campañas masivas que pretenden crear una marca (a ser posible a partir de una imagen) interfieren en las identidades locales desvirtuándolas y, en algunos casos, aniquilándolas, sólo por el hecho de suponer que ello va a significar mayor crecimiento y, por tanto, felicidad para sus habitantes. Y eso que tiene un reflejo evidente en la desaparición de las formas y cultura locales significa, como tantas veces he denunciado, un importante aumento de la insostenibilidad y la consiguiente pérdida de resiliencia del sistema. Podía poner bastantes ejemplos de este tipo de procesos pero, probablemente, cada uno en su barrio o en su ciudad puede encontrar alguno cercano. Menos mal que la ineptitud de algunos creadores va a favor del mantenimiento de las identidades internas y de las formas y cultura locales que, la mayor parte de las veces, aguantan sin problemas campañas puntuales, mal diseñadas y sin continuidad en el tiempo. A ello es debido, en parte, que Kavaratzis llegue a afirmar que “El City Branding sólo es posible si implicamos a los ciudadanos y lo convertimos en una herramienta para hacer su vida mejor”. Esa debería ser la norma.

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Ha sido un artículo duro ya que hoy me ha tocado lidiar con un tema muy abstracto, pero ya acabo. En definitiva, una ciudad no se comporta igual que una multinacional. Algunas de las razones he tratado de explicarlas en párrafos anteriores. Pero la fundamental estaría basada en el hecho de que la existencia de una ciudad no se justifica con un objetivo económico. Una ciudad es, por encima de cualquier otra cosa, el marco físico de convivencia de los ciudadanos. Si su reconversión en empresa hace incompatible este objetivo o lo dificulta, deberíamos de meditarlo muy seriamente. Por supuesto, hay que ser honrados y pensar si, detrás de estos programas, no estará en realidad el deseo de todo grupo humano de ser mayor, tener más poder y someter al otro. Solo así se explicaría que las ciudades compitan por ser cada vez más grandes en lugar de competir porque sus residentes sean, por ejemplo, más felices o puedan alcanzar mejor su desarrollo como personas. Y de que, a pesar de que todas las encuestas nos digan que los habitantes de las ciudades medias son más felices que los de las grandes ciudades, nos empeñemos en que nuestra ciudad sea la más rápida, la más alta, la más fuerte (Citius, altius,fortius). Y ahora, además, la más “listilla”. Como esas Smart Cities objeto del deseo de tantas multinacionales (estas sí, genuinas) al acecho.

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